jueves, 17 de marzo de 2011

SOÑAR EN SUEÑOS

Permaneció suspendido en el aire un segundo más, un segundo que le permitió asirse al sueño para no caer de nuevo en la vigilia.
Retrocedió un instante y apretó los mandos para evitar estrellarse contra aquella montaña surgida de entre las nubes. El enorme esfuerzo provocó una potente tensión en sus brazos que pretendió sacarlo del letargo, pero él, impertérrito, insistió en navegar por ese mundo astral en el que creía, iluso, que nada ni nadie podía oponerse a su voluntad y a sus deseos.
Al sobrevolar la cumbre una cálida corriente ascendente facilitó la remontada del aeroplano; desde la altura divisó su ciudad, su calle, su casa, su cama y su cuerpo: en su brazo, una jeringuilla; en su cara, unos ojos abiertos, fríos, muertos.

SOLITARIO

Ya no tengo vecinos.
Los del tercero se marcharon hace seis meses: decían que siniestros quejidos no les dejaban dormir y el pánico y el insomnio dominaban sus vidas.
Los del segundo se mudaron no hace mucho: decían que no soportaban vivir frente al lugar en que falleció su hijo al patinarle la moto.
Finalmente, los del entresuelo también se fueron: decían que una extraña humedad llenaba los bajos de puertas y muebles de un moho pegajoso y maloliente que no desaparecía ni en los días más calurosos del verano.
El sistema de audio que oculté en la azotea, el aceite de motor y el riego por goteo que instalé en el sótano, cumplieron su cometido así que los he guardado, por si acaso.
Ahora, por fin, siempre, estoy como quiero y como soy: solo.

miércoles, 16 de marzo de 2011

REINA DE LA NOCHE

Se vestía con los restos de la noche y acicalaba su rostro con polvo de estrellas.
Sacudía su escasa vestimenta y su excesiva desnudez, en un intento de sacarse de encima los rastros de alientos turbios, manos ansiosas y efluvios viscosos que se habían prendido a su piel de venus azabache y fuego.
El coche no pudo esquivarla y ella, ocupada en reinventarse, no pudo verlo.
En el suelo, sólo un zapato y una barra de carmín que competía con una mancha en el asfalto.
De ella, reina de la noche, que jamás pretendió ser otra cosa que nada, no quedó nada. De la mujer que ocultaba, unos hijos sin madre, un baúl de sueños rotos y una lápida.

lunes, 14 de marzo de 2011

Leed a Inmaculada González Benavides

DEL VERDE AL MARRÓN A TRAVÉS DEL AMARILLO.
Bebe vino antes de que tu nombre desaparezca.
Cuando este néctar te inunde
narcotizarás tu tristeza.
Bebe: no sabes de dónde has venido.
Bebe: no sabes a dónde irás.
  
Omar Jayyam


VERDE

Desde El Paseo se veía el perfil de la Serrezuela recortándose contra ese cielo azul apastelado y desvahído, que luce en Andalucía en cuanto se asoma el calor. Las laderas de tierra blanca, arcillosa y dura parecían moteadas de lunares verdes como si la sierra, en conjunción con el folclore de la región, se hubiera vestido de flamenca. El verde, casi lujurioso, gritaba al mundo la feracidad de aquellas margas. La línea ondulada de las cimas se truncaba quebrándose con el contorno de grandes tinajas grises que, cual tótems prehistóricos, parecían erguirse para recibir el tributo de los campesinos: vino y libación; ritos ancestrales.
Algunas de las tinajas, caídas en tierra, cual ídolos derribados en alguna –una de tantas que conocieron estos lares- guerras religiosas, mostraban sus bocas negras y profundas, bocas prometedoras de sabrosos mostos, de sombra y frescura, que, seguramente, servían de abrigo a animales de todo tipo: lagartijas, sapos, culebras, liebres, conejos…
Crecían los pámpanos y se extendían los zarcillos persiguiéndose los unos a los otros, enzarzándose en duras luchas para alcanzar este o aquel tallo, prendiéndose entre sí en un abrazo inequívoco, mientras las uvas, menudas, duras, verdes, se asomaban poco a poco a un mundo, que las vería crecer, anhelante, hasta la vendimia.
Más arriba, a la derecha, tras la última loma, asomaba el tejado rojo, rayado y ornado de hierbajos del Lagar de Munda. La gran casona -blanca de cal, puerta inmensa y ventanucos tristes y enrejados- parecía complacerse con la llegada del verano: la estación que anunciaba la sazón de las uvas, la vendimia y la vuelta a la actividad de toda aquella maquinaria destinada a producir los mejores caldos de la campiña. Mientras tanto, los hombres salían a diario al campo, limpiaban de matojos y jaramagos la tierra y mantenían a raya, disparando sus escopetas de perdigones, a la creciente población de conejos y liebres, que buscaban los brotes más tiernos para alimentarse, incluso los cazaban con hurones cuando los roedores se convertían en plaga para evitar que esas alimañas los privasen del fruto de su esfuerzo y del pan de su casa.
De entre las tinajas destacaba una medio rota, de boca formidable e imprecisos bordes, por la que aparecía la cabeza de un hombre; y es que allí, en aquella enorme panza de barro se cobijaba desde hacía años El Pelanas. Alto, desgarbado, sosteniéndose a medias en un equilibrio siempre precario, de greñas largas y sucias como rastas que no hubieran visto jamás el agua, barba cerrada y, casi siempre, sin afeitar, largos y escuálidos brazos que recordaban los del mono araña y que terminaban en grandes manos de uñas roídas, y ojos saltones, abiertos y helados, El Pelanas era el señor de la zona.
Ya hace años, un día de invierno, tras la vendimia, El Pelanas hacía su trabajo: entraba en las tinajas para limpiarlas de las sucias lías, antes madres generosas que habían parido buenos vinos, finos, secos, pálidos, de aroma penetrante, y que se quedaron la mugre y el veneno para acabar exhalándolo convertido en un vaho mortífero. Quizá estuvo demasiado rato, quizá se mareó y no tuvo tiempo de alertar a nadie, el caso es que lo sacaron medio muerto, envenenado, casi cadáver y aunque sobrevivió, el carbónico ya había asfixiado sus neuronas dejando muchas en el camino, y a él, para siempre, bobo y acabado.
Andaba por el campo día a día, friéndose bajo el sol o diluyéndose bajo la lluvia, sin miedo, sin poner reparos, sin guarecerse o protegerse del clima al que, seguramente, se sujetaba por entero, ya que se adaptaba sin remilgos a sus antojos. Paseaba las viñas de acá para allá, enseñoreándose de ellas, como si todas ellas le perteneciesen, como si en ellas no hubiera más dios ni más dueño que él, El Pelanas.
Cada día, cuando conseguía desembarazarse de la mona del anterior, se dirigía al pueblo a pedir limosna; de camino, agarraba las malvas, margaritas, amapolas y jaramagos, que encontraba a su paso, y hacía un ramo grande y abigarrado que ponía en el altar de La Aurora, luego, se sentaba en la puerta, colocaba con cuidado su gorra abierta cual mano suplicante y esperaba que se fuera llenando con las monedas que los transeúntes dejaban caer sin aflojar el paso.
Así transcurría su vida: de limosna en limosna: dádivas que le permitían comprar una botella de vino peleón, que tragaba con ansia desmedida, casi de un sorbo; de curda en curda: montaña rusa que lo lanzaba del cielo al abismo, de las risas a las lágrimas, según el momento… según el día.


AMARILLO


Aquellos bodoques verdes, que dibujaban en una imitación puntillista las colinas de la Sierra, bordados con picos y azadas y regados con sudor, crecieron y se engarzaron entre sí para tejer líneas rectas, surcos paralelos que peinaban el campo. Los carriles, antes vacíos, se convirtieron en caminos llenos de braceros que, cargados con cestas, despojaban a las cepas de sus frutos. El ir y venir de remolques era constante; se paraban un momento y los hombres, protegidos del sol con grandes sombreros de paja, halaban las cestas con sus fuertes brazos y volcaban en el cajón los racimos. En el lagar todo era algarabía: ruidos de motores, de máquinas, charlas constantes, gritos, órdenes, risas… Tanto bullicio presagiaba una buena cosecha.
El otoño se adentraba, y con él, el cielo cambiaba su tono descolorido por otro más brillante y más limpio; el aire, hasta hacía tan poco, pesado y tórrido, se volvía fresco y dejaba a su paso algún escalofrío; la luz tan blanca que lindaba en lo delirante, se volvía más dorada y más tenue; y las vides cambiaban su color verde por un tono amarillento que avisaba del fin del ciclo: la naturaleza seguía su curso y en pocas semanas el jade sería topacio y las hojas comenzarían a caerse formando una alfombra amarilla que cubriría, hasta borrarlos, los surcos que ahora rayaban sin piedad la tierra.
El Pelanas disfrutaba de los últimos días de vendimia corriendo de acá para allá, saludando sin rubor a unos y otros, y soportaba impertérrito las bromas que grandes y chicos le lanzaban a diario: ¡Pelanas, cuerpo a tierra!... y el hombre se lanzaba al suelo haciéndose el muerto, o rodando por él como croqueta emborrizándose. ¡Pelanas, baila!... y allá iba el bufón bailaor marcándose unos taconeos con sus desportilladas alpargatas.
Los festivos días de la feria de otoño fueron gloriosos para él: todo era juerga, diversión, locura y borrachera: una borrachera permanente a la que no dio tregua ni un solo instante; estar bebido era su estado natural, así no se enteraba del paso del tiempo ni de la mala vida que llevaba, no percibía las quejas de su hambriento estómago ni se percataba de la ruina de sus ropas o, de lo más grave: esa soledad que era todo su presente y, tristemente, su único futuro. Bebió y bebió sin parar durante toda una semana alojado en un delirio permanente, que le evitó reconocer la llegada del invierno.

MARRON OSCURO… CASI NEGRO

El invierno había abierto la puerta al silencio. La Serrezuela estaba callada: lejos quedaban los agitados días del verano plenos de vida y de sonidos. La Serrezuela estaba abatida: la profusa vegetación del verano había desaparecido y aquellos bodoques llenos de esperanza, habían quedado reducidos a la cepa pura: leño retorcido de un marrón tan oscuro que casi se diría, negro. Lunares negros: de nuevo la tierra se vestía de gitana, pero de gitana luctuosa, de gitana llorosa, compungida y triste, lorquiana.
El día clareaba perezosamente después de una noche lluviosa. Los carriles estaban anegados: tras un mes de intensas lluvias, la tierra no podía retener más agua y la escupía de sí formando balsas enormes, que casi habría que vadear en barco. El cielo era gris, sucio, plomizo. El solano soplaba con fuerza y arrancaba las pocas hojas que aún quedaban prendidas en los desgarbados esqueletos, que, de trecho en trecho, rompían la monotonía de la viña. Hacía frío y llovía, un día más la lluvia mandaba y un día más El Pelanas la recibía medio en cueros, saltando charcos y empapándose sin miedo, corriendo y brincando camino del pueblo.
Ahora no había flores junto al camino: no podría llevar un ramo a La Aurora; ahora no había chavales en la calle que le dijeran: ¡Pelanas, cuerpo a tierra!: estaban en la escuela, que las vacaciones ya acabaron; ahora no podría poner la gorra pedigüeña junto a sí y sentarse en un escalón esperando que se llenase: la gente, con este tiempo, no sale ni a la iglesia. Notó la urgencia con que sus tripas empezaron a ronronear… tenía hambre. Aceleró el paso y se acercó a la “Taberna de Boni”. No, no crean ustedes que conocía a Boni, ni siquiera sabía si existía el tal Boni, sólo fue hacia allá porque era la primera, la que quedaba justo a la entrada del pueblo, la más cercana a la que arrimarse para mendigar un trago y un bocado de lo que fuese, igual le daba carne que pescado, igual un chusco duro y seco, que un buen trozo de pastel recién horneado: a nada sacaba el gusto; el vino ya le había destrozado ese sentido, y poco le quedaba de los otros: el olfato sólo le servía para husmear en la basura y encontrar algo que echarse al coleto; el oído y la vista los tenía atrofiados desde el accidente, que le robó para siempre su identidad y su nombre para crearlo El Pelanas; el tacto… qué podría quedarle del tacto si sus manos no recordaban la suavidad de la piel de la que fue su novia… Y el sentido del ridículo, el más ridículo de los sentidos, debió ahogarse en la endemoniada tinaja que le robo a un tiempo la mollera y la vida.
Vio que estaba abierto y entró, se dirigió hacia el fondo sin descubrir que, sentados en la mesa de la izquierda - la única que estaba ocupada- y ocultos por la penumbra que los desdibujaba, había un par de gigantes embutidos en cuero, que lo miraron con desprecio cuando lo vieron entrar. No había llegado aún a la barra cuando sintió que una garra de acero se le clavaba en el hombro obligándolo a detenerse. Un tipo grande, cejijunto, malencarado, de tez cenicienta y cabeza rapada, dotado de una nuez prominente y ojos sanguinolientos y turbios le gritó: ¡fuera!, ¡largo de aquí, borracho de mierda! Y no vuelvas, o te mato… para, a continuación arrastrarlo sin piedad y dejarlo tirado en medio de la calle.
Se levantó como pudo, recogió la gorra empapada y sucia de barro, se la colocó con cuidado sobre la cabeza y, temblando y llorando como un niño, echó a andar de vuelta a su sierra, a su guarida, a su sitio. Regresó de forma automática, sin percatarse de dónde estaba ni de por dónde iba, sus pies conocían el camino y lo llevaron sin que él tuviera que señalárselo. Iba ensimismado, pensado, dando vueltas a la cabeza: quizá el hecho de llevar varios días sin beber había devuelto la razón a esas neuronas que habían sobrevivido primero al gas y luego al paso del tiempo. Se paró un momento ante una charca y se vio reflejado en ella: he aquí lo que soy, un mendigo viejo, arrugado, cansado, vestido de harapos, sucio y medio vivo, porque sería mejor, mucho mejor, estar muerto.
Entró en su tinaja y sabiendo por una vez, el cómo y el porqué, se acostó y se dejó morir lentamente, sin una queja, sin un suspiro, casi sin miedo.
Nadie supo qué sucedió, nadie volvió a verlo, y nadie, absolutamente nadie, notó su falta.
Primer Premio de Relatos Vigía de la Costa. Benalmádena. 2010