lunes, 23 de mayo de 2011


Todos eran Mariano.


En aquellas épocas y en aquellos lugares, lo que parecía, era, y lo que era, parecía.José Saramago. Las pequeñas memorias


I


Cuando Mariano se despertó aquella mañana, la bruma aún no había comenzado a levantarse. Le pareció que era demasiado temprano y se revolvió en el camastro cavilando si habría sido aquel sueño o bien algún relente lo que lo había despertado antes de hora; sin embargo, y como no volvía aquel ensueño, que había dejado prendido en una esquina de su memoria justo al despertarse, se levantó y salió al corral con la urgencia de la meada mañanera.


Fuera ya se notaba el fresco. Ese año, tal y como aventuraron las cabañuelas, el otoño se había adelantado y septiembre estaba siendo más desapacible de lo habitual. Había bruma y una suerte de vientecillo helado comenzaba a levantarla por el este, al tiempo que el sol, ruborizado y tímido y todavía echado sobre el horizonte, contrastaba con la negrura de los montículos de carbón, situados junto a la torreta del Escalera 2, el pozo en el que picaba cumplidamente durante su larga y negra jornada de trabajo en La Terrible.


Por un momento se paró en medio del patio y se quedó mirando aquella niebla húmeda y gris que poco a poco se deshacía dando paso al tenue azul que se iba extendiendo desde el este y retomó el sueño justo donde lo había dejado: Por el carril que conducía a la mina iba un grupo de mujeres con los hatillos del almuerzo en la mano, iban charlando tan entusiasmadas, que no se percataron de que la mañana se había oscurecido y el cielo amenazaba lluvia. De repente un descomunal trueno las asustó y un fuerte aguacero se desplomó sobre ellas empapándolas sin piedad. Vieron cerca una encina añosa y de tronco retorcido, que con una copa espléndida parecía poder prestarles el cobijo adecuado, pero un rayo la fulminó partiéndola en dos unos segundos antes de que las mujeres pudieran ponerse a resguardo bajo sus ramas. Justo ahí se había despertado… mal agüero, pensó: tormentas, rayos, truenos… mal agüero…


Se acercó a la pila que, como siempre, estaba llena. Metió las manos y las ahuecó para sacarlas llenas y verter el agua fresca sobre su rostro.


Mariano era moreno, de piel áspera y curtida, tenía una barba cerrada, que se afeitaba con una vieja navaja de mango de madera que había heredado de su padre. Sus ojos azabache hacían la competencia al negro del carbón de la mina –cuando estaba dentro sólo el brillo permitía distinguirlos de la negrura sin tregua de su cara- y la boca dejaba ver unos dientes sucios y amarillos por efecto del tabaco, que mascaba continuamente. Era bajo y de andar zambo. No estaba casado: tuvo sólo una novia, la Juana de Miguélez, que se murió mozuela de unas calenturas que el médico de la mina no supo como cortar, y se secó con aquellos sudores que la dejaron tan consumida como una pasa a la edad de veintidós. No es que Mariano la quisiera mucho, no es que no pudiera olvidarla… fue cuestión de pereza y cansancio: pese a sus veinticinco, Mariano parecía un viejo gastado y cascado y no tenía mayor interés en echarse novia o tener hijos. Más que querer vivir, parecía querer pasar sin pena ni gloria por un mundo del que entendía poco, sabía menos…y ni pijo que le importaba.


Una vez seco y peinado se preparó un café migado y se lo comió sin prisa, como si aquel mal agüero que le había vaticinado el sueño lo retuviera en la casa más de lo debido. Fue justo al sonar la sirena cuando agarró sus bártulos y salió pitando hacia la mina.


II


Por el camino se tropezó con el Satur. Era éste un minero viejo, curtido y fibroso, su piel cetrina, que se había teñido con la carbonilla y el sudor, tenía un aspecto enfermizo y sucio, sus manos, gruesas y de uñas roídas, eran tan negras como el tizón y sus ojos, brillantes e inquietos, brincaban de acá para allá como si quisieran aprehender un presente siempre incierto; era chiquitillo y achaparado y se movía rápido y veloz como un conejo asustado.


Se saludaron e iniciaron una de esas manidas conversaciones en las que el tiempo, el calor, la sequía y la cercanía del invierno eran el único tema.


Unos metros más adelante alcanzaron a Julio. Julio todavía no tenía los dicesiéis, era canijo y desmañado, llevaba poco tiempo en la mina y tenía las manos vendadas porque las ampollas no se le curaban. El médico no había querido darle una baja alegando, que de todas maneras, las ampollas curarían igual, es decir cuando les diera la gana y dependiendo sólo de la fortaleza de la piel del muchacho. El chico les preguntó si para Navidad pararía el trabajo, porque él no era del pueblo, había venido desde Almadén, donde su padre, minero también, no había conseguido encontrarle trabajo, y quería pasar las pascuas en su pueblo, con la familia. Los otros no sabían nada, había rumores de que el trabajo empezaba a escasear, de que los dueños de la compañía querían o cerrar o vender a los franceses algunos pozos, y eso era malo, muy malo porque sólo con los cerdos y las ovejas no se podía sacar a la familia adelante, y si era verdad que iban a cerrar, lo mismo aprovechaban las navidades para hacerlo, y entonces serían los nuevos, los últimos en llegar, los que se quedarían sin tajo.


Cuando llegaron ya la mayor parte de los mineros había bajado. El chaval se arrimó a la boca del pozo e hizo cola junto a sus compañeros. Cuando les tocó el turno entraron en la jaula una media docena de hombres pertrechados con sus herramientas de trabajo: un pico, una pala corta, la lámpara de carburo y un casco metálico que les protegía las cabezas. Como habían sido de los últimos en llegar los bajaron hasta la última galería, la más profunda, la más negra y por ello la más peligrosa.


III


Las horas en la mina se hacían eternas: poco aire: pesado y sucio; poca luz: mortecina y triste; poca vida; y mucho esfuerzo: muchas horas picando duro la roca para arrancar el carbón que iban echando a paletadas en las vagonetas y, que otros izarían con poleas, para volcarlas en aquellos cerros de carbón, que habían ido transformando el paisaje de la Sierra de los Santos.


El cansancio se volvía sudor, la piel del minero se ennegrecía y al poco rato de haber comenzado a picar, una pasta negra y espesa cubría sus rostros. Sólo paraban para beber un agua que se bajaba en botijos sudados y sucios, y al limpiarse la boca con el dorso de la mano arrastraban parte de la roña, que los cubría, dándoles un aspecto descolorido y mugriento, a trozos, como si tuvieran la carne roída por la lepra.


Llevaban varias horas en la tarea cuando saltó la alarma: grisú. Detrás del grito sólo una brutal explosión y una llamarada que se extendió por el pasadizo. Luego, un pesado silencio cubrió la galería mientras fuera se desplegó una actividad febril.


El persistente aullido de las sirenas era atronador: Pueblonuevo se venía abajo. Las torretas de los pozos vecinos no dejaban de subir hombres a la superficie: los unos salían ahogándose entre golpes de tos; los otros, heridos; los más, aterrorizados. Las mujeres volaban hacia la mina persignándose sin parar. La escuela se vació de momento: todos los críos salieron corriendo, despavoridos como alma que lleva el diablo: los más pequeños lloraban asustados y buscaban a sus madres, los mayores bajaban lanzados hacia la verja que separaba los terrenos de la Compañía de los bosques comunales y allí se quedaban, asidos a la valla con las manos crispadas y los ojos tan abiertos, que parecían salírseles de las órbitas. Los más viejos, se quedaron sentados a la puerta de sus casas mirando hacia el polvo que salía por la torreta y calculando, una vez más, a cuántos se tragaría La Terrible en aquella ocasión.


IV


Habían pasado treinta y un días desde la explosión cuando dejaron de sacar cadáveres, bultos carbonizados y retorcidos, que todavía llevaban casco y sujetaban el pico entre las manos. Los colocaban como podían en cajas de madera y los llevaban al cementerio. Allí el cura oficiaba un responso, los bajaban a la fosa y listo.


El sepulturero tuvo trabajo extra, primero cavó las tumbas, luego las tapó y por fin puso sobre ellas toscas cruces de madera sin nombre: era imposible identificar aquellos cuerpos.


Un mes después de la explosión ya se sabía cuántos y quienes eran los muertos; hubo un funeral en la iglesia de Santa Bárbara a la que acudió todo el pueblo, vinieron incluso los propietarios de la mina y algunos inversores franceses que estaban interesados en adquirirla.


De los muertos nadie dijo nada. Total, para qué, si al fin y al cabo todos ellos eran iguales, todos eran Mariano, y Mariano no era nadie.




Accésit de Relato Fundación Adroches año 2009